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6."Siempre divagar" y el Amazonas navegar.

IMPORTANTE: Yo insisto en que debe usted recordar que el contenido fotográfico de esta entrada no ha sido alterado y que no posee un grado muy alto de dignidad. Guerra avisada, no mata soldado. Y, por favor, no se olvide del tema del fondo, es en serio parte de la esencia de este post. De mi esencia personal.


"Son aproximadamente las seis de la tarde. Acabo de subir un montón de escalones con el pesado equipaje y las hamacas. Federico me ayudó a llegar hasta arriba. Para que te ubiques: estos barcos tienen tres pisos: el primero; que es el de la carga más pesada, el segundo; donde están los baños, el comedor y el área donde todos los pasajeros colocan sus hamacas (y su equipaje debajo de ellas), y el tercero; que parece ser simplemente un área despejada, pero tiene unos dos o tres camarotes al fondo y un bar donde venden bebidas alcohólicas y chucherías. El bar está, aparentemente, activo desde ya, porque tienen una música que, estoy seguro, es la que suena en los locales nocturnos, a un volumen considerable. No sé, pero me pareció oír por ahí que esto se puede volver una locura de gente tomando alcohol por cantidades industriales y mucha música... si es así, este intento de crucero no playero, promete. Después te cuento más. Te quiero."


Algo por el estilo narraba una de las notas de voz que le grabé a mi mejor amiga en mi celular. Había empezado a grabarlas desde que salimos en el bus hacia Boa Vista. Me creé el hábito de grabar una al final de cada día para que ella estuviese al tanto. Además me servirían como material después para recordar con detalle todo lo que hicimos en el viaje. Ella se calmaba al escuchar lo que yo hacía, pues tenía los pelos de punta desde Buenos Aires. En ese momento trabajaba en un bar muy popular dirigido específicamente para venezolanos. Vendían comida venezolana y la música era también como la de cualquier local de Venezuela. Según me contaba la pobre de Nova, el local se llenaba hasta que era casi imposible caminar entre la gente con las bandejas cargadas de comida o tragos. Así que estaba sometida a un grado bastante alto de estrés hasta las cinco o a veces seis de la mañana. Sin mencionar que es baja de estatura y, por lo tanto, vulnerable a codazos y manotazos de gentuza borracha. Pobre.


También tuve mi última conversación por internet con mi papá y mi mamá, que se iban a morir mucho más de miedo si tenían cinco días sin saber de mi paradero. De verdad hice lo que pude por pintárselos como un viaje maravilloso, divertido y seguro para que se quedaran tranquilos pero, conociéndolos, estoy seguro de que no funcionó. En ese momento, mi papá me escribió un correo electrónico pidiéndome nombre completo y cédula de Federico y cualquiera que fuera a viajar conmigo por seguridad, pero no lo leí en el momento.

















Lo más gracioso de todo esto es que no pude estar más errado en lo que decía con respecto a mis expectativas en este barco y los cinco días que duramos en él. No era nada de lo que creíamos. Pero ¿Podría usted culparnos? Ni siquiera sabíamos que teníamos que llevar cuerdas para amarrar las hamacas. Así de perdidos estábamos. Menos mal que tuvimos la suerte de que una pareja muy amable nos prestó dos que les sobraron. Yo sostuve la hamaca mientras Federico la colgaba, obviamente. Nos ubicamos en una de las esquinas, justo en contra de la pared que daba con el pequeño comedor. Habían al rededor de cien personas viajando con nosotros. Familias, sobre todo. Los únicos jóvenes con cara de viajeros éramos Federico y yo.





Empezó a bajar el sol y el barco aún no arrancaba. Yo tenía una ansiedad tremenda. "¿Qué clase de cosas se pueden ver en este trayecto?", comentaba con Federico. Era impresionante pensar que estábamos en un río. A simple vista era tal cual un puerto a mar abierto, en serio enorme. "El señor que nos prestó la cuerda me comentó que los dueños de este barco son evangélicos. Ellos no nos están cobrando el pasaje. Para ellos, lo verdaderamente rentable es la carga pesada del piso de abajo... trasladan todos estos pasajeros para ayudarlos. Son familias que viven en Porto Velho o en lugares aún más pequeños que no tienen otras vías de acceso a la ciudad, y que se ven en la necesidad de moverse a ella para conseguir ciertas cosas que a sus pueblos no llegan. El dinero que nos cobran es el equivalente a la comida, nada más".


Qué curioso. Ese señor que nos prestó las cuerdas y que le contó sobre los dueños del barco a Federico se la pasó después rondándonos todo el viaje. Siempre diciendo cualquier cantidad que cosas que yo casi no entendía. Él y su señora venían de Venezuela, de comprar electrodomésticos para llevar a su pueblo. Habían ido hasta Puerto Ordaz a comprar y estaban sorprendidos de los precios tan económicos porque, según él, la situación en Brasil estaba tan mal que para ellos era imposible comprar esta cantidad de cosas con tan poco dinero. Yo intenté disimular mi cara de "si usted supiera... mejor no se queje, señor". Y cada vez que le explicábamos lo que es una verdadera crisis, él continuaba criticando a su país. Yo siempre terminaba aburriéndome y mirando para otro lado mientras Federico se quedaba pegado con el pobre señor.

La verdad es que no me daba muy buena espina la idea de tener las maletas así nada más, a pesar de que las mías tenían candado, pero todo el mundo estaba bastante cómodo a simple vista. Sobre todo esta pareja que cargaba un televisor, un ventilador, y quién sabe qué otras cosas en el enorme equipaje que tenían debajo de sus hamacas. También cerca estaba una familia con un bebé gordo y con cara de amargado que se llevó nuestro corazón durante todo el viaje. Otra familia con dos niñas adolescentes, otra un poco más adulta, un niño de diez años, una niña más de seis y una bebé de máximo dos años. No les presté demasiada atención.

Este "malhumorado" se hizo amigo de Federico casi en el acto, y se robó la atención de todo el barco. Era un gordo culón, amargado y adorable.


Se hizo de noche. De repente todo el mundo hizo una fila en cuestión de segundos: la cena estaba servida. Federico y yo quisimos ubicarnos, pero nos cerraron la puerta de la cocina en la cara. Ya no había más espacio; la cena se dividía en dos grupos grandes. Ahora estaba comiendo el primero, y nosotros teníamos que esperar a que terminaran para hacer la segunda fila y comer de esa tanda. La comida era casera y, debo admitir, fue lo mejor de todo el viaje.


Había algo en la sazón de esos platos que servían. Se sentía como si hubiesen hecho la comida con cariño. Además, las porciones eran enormes y completas: granos, arroz, alguna carne, ensalada y una sopa. También ponían a tu disposición una cosa a la que llaman "fariña". La primera vez que la probé me pareció dura y difícil de masticar. Pensé que podría lastimarme comiendo aquel polvo amarillento con trozos para nada proporcionales entre sí. Esto era, básicamente, yuca (o mandioca) molida y seca. Se esparcía por encima de todo el plato: granos, carnes, y hasta de la ensalada. "Qué cosa tan rara", pensé. Después terminé obsesionado y usándola por cantidades industriales en todos mis platos. Cuánta felicidad.


Terminamos de comer. Lo correcto era dejar tus platos y cubiertos en una ventanilla en la que te los recibían una chica y un chico que... digamos que eran dos chicas. Por supuesto, evangélicos. No quiero pensar en mis motivos para recordar más al chico que a la chica, pero me parece que ella era gorda, de piel oscura y cara de amargada. Es lo poco que me quedó en la memoria. Al chico si le recuerdo cada detalle. Lo miré mucho porque me resultaba muy gracioso (ojo, solo eso). Tenía piel más oscura que la mía, estatura medio baja y contextura delgada. Usaba el cabello medio largo y lo tenía pintado con mechas de las que usaron los Backstreet Boys y otras figuras masculinas en los noventa. Es verdad que en su momento era la última moda pero, al menos ahora y en Venezuela, ese look es digno de motorizados y ladrones; los mismos que se tiñen el bigote de amarillo sin importarles que tan oscura es su piel. Para nada bonito.


Lo que sí tenía el chico era su amabilidad, cosa que su compañera no practicaba mucho. Al menos él sonreía. A todas estas el barco todavía no había arrancado. Empecé a preguntarme qué estaba pasando. Se hizo de noche. "¿En qué momento piensa salir este chofer, marinero o lo que sea?", solté en voz alta, frustrado. Federico me torció los ojos, respiró profundo y respondió con calma "No sé". Solté una risita.


A los lados del barco habían otros todavía más grandes. A mí me dió por mirar fijamente el agua, cosa que siempre hago cuando tengo contacto con el mar. Siento una conexión muy especial con el mar. De hecho, no me gusta comer nada que sea pescado. Y no se trata del sabor, es como si me generara algo negativo. Me da mala "espina" (mal chiste).


Pero esto no era el mar. Era un río enorme. Me pregunté si podría tener la misma conexión con esta corriente de agua dulce. Mi primera impresión fue que el agua se veía asquerosamente sucia. Sin mencionar la cantidad de basura que flotaba en la superficie. No hay algo que me moleste más que ver lo asquerosos y egoístas que son algunos. En medio de mi berrinche/susto un pedazo de plástico que flotaba en el agua se empezó a mover. Eso creí. Lo miré con atención para entender qué era lo que lo hacía moverse. Esto fue durante un rato, hasta que noté que éramos nosotros los que nos movíamos. "Claro, no tengo mis lentes", me dije a mí mismo. ¡Al fin!


Para mí, que ya me había montado en un ferry de Puerto la Cruz hacia la isla de Margarita, siempre era tensión el momento de salir de entro otros dos buques enormes. Le tenía pánico a la idea de que chocaran y se partieran en el acto a la mitad. Después, ese sustito daba paso a la emoción de agarrar mayor velocidad. Eso sí que lo quería sentir. Poco a poco el barco se alejó de la orilla y empezó a desplazarse lentamente por ese río oscuro con islas tupidas de vegetación a los lados. Me entró la emoción a muy poca velocidad. Y ahí se quedó, porque el barco no fue más rápido que eso durante todo el viaje. La brisa apenas se sentía. Hágase un chiste, imagine mi cara una hora después de la salida, cuando entendí que no iríamos más rápido que esto.


Claro, yo no podía esperar que semejante barco se desplazara más rápido por lo que se venía adelante: oscuridad total. Me pareció aterrador el panorama. No se veía literalmente nada. Y yo pensaba "¿Cómo hace esta gente para ver? No creo que tenga un radar como los de las películas, este barco se ve muy viejo y sin tecnología..." y ¡Zas! Lo vi en el acto. Un farol que doblada el tamaño de mi cabeza se encendió en el tope del barco. El capitán podía moverlo a su convenir. Iluminaba un poco la zona, se fijaba que la isla siguiera lejos y que no viniera otro buque de frente; y luego lo apagaba otra vez por un rato. Eso hacía toda la noche.


La brisa que pegó durante la primera noche me hizo preocupar un poco. Hacía bastante frío, y yo pensaba en la mini cobija que traía en mi morral, igual que la de Federico. "Espero que sea suficiente", pensé. Sí que lo fue, el resto de los días lo que hizo fue un calor húmedo que no sólo me hizo pasar malos ratos y no me dejó dormir, sino que también terminó destruyéndome la cara. Aquí las pruebas.



Montados en ese barco enorme y con música que no entendíamos, nos quedamos frecuentemente sin temas de conversación. No nos quedaba más que mirarnos las caras, o a la gente que teníamos cerca, o si no dar una vuelta por los mismos lugares una y otra vez. Durante esos ratos no pude evitar cruzar miradas con un chico que me miraba como con curiosidad. A mí me llamaba la atención la expresión de dulzura que tenía su rostro. No sé hasta qué punto lo sería, pero era la impresión que generaba a primera vista. Trabajaba en el barco también, por eso siempre estaba de un lado al otro... mirándome cada vez que pasaba cerca.


Amaneció por primera vez desde que estábamos en ¿Alto río?, alguien que me detenga o voy a seguir haciendo chistes malos. Ese fue el único día medianamente frío que pasamos. Nos rodeaba una neblina fuerte y tupida. El señor que hablaba mucho nos despertó para que desayunáramos, porque el desayuno era sí o sí a las seis de la mañana. Ni antes ni después. Pude detallar mejor a este señor porque en las mañanas siempre despierto como un dispositivo que se está reiniciando: a media máquina. Mi mirada se pierde, no hablo casi, mi voz es oscura y reacciono tarde a todo. Pero también presto más atención a mi al rededor. Este señor era negro, de estatura y contextura promedio. Usaba bermudas y camisas holgadas, y le faltaban unos cuántos dientes. Se despertaba con la misma energía que tenía durante el día. Y hablaba hasta por lo codos. Yo lo miraba con cara perdida sin entender nada.


Haciendo la fila para comer pude notar el menú que ofrecían (el intento de menú, mejor dicho). Los desayunos si eran un cagada. Pan, mantequilla y café. O en su defecto, galletas con lo mismo. Si usted ha estado leyendo debe saber que odio el café. Menos mal que había agua filtrada y fría. Todavía dormido, me fui a servir un poco de agua y, cuando volteé para ir hacia mi lugar con Federico, noté que tenía alguien detrás de mí. Levanté la mirada y lo encontré de frente. "Bom yía", saludó. Era el chico de las miradas otra vez. Le sonreí. Pude detallarlo mejor mientras me miraba de cerca: era alto, tenía una figura que demostraba buena condición física, varios tatuajes, y, de nuevo, las mechas retrógradas de los 90 en el cabello.


Desde ese cruce entre nosotros este chico me saludaba cada día en las mañanas, a cada rato, con una sonrisa. Me resultaba agradable. Llegó la hora del almuerzo y yo no quería más agua. Consulté con Federico, sacamos cuentas y concluimos que no estaría tan mal comprar un refresco de lata para los dos. Hice mi fila para esperar la deliciosa comida y ubiqué la lata sabor guaraná en una mesa para apartar nuestros puestos de una vez. Me senté con Federico en mi respectiva mesa y, cuando me dispuse a esparcir "fariña" por todo el plato, alguien extendió su brazo desde mi espalda, tomó el refresco, lo destapó y me lo sirvió. Calculo que me diría "buen provecho" o algo por el estilo, pero no me dió tiempo de entender nada. Este chico del barco estaba cada vez más encima. Quería sentarse con nosotros. Yo le dije que sí. Federico me miró con cara pícara; pero fue para nada. El chicó devoró su plato en silencio y se levantó en menos de cinco minutos. Nosotros quedamos ahí, viéndonos las caras.



Parecía todo muy adorable: el silencio, la calma, la comida maravillosa y ahora este potencial pretendiente que, aunque quizás fueran solo ideas mías, igual me alegraba el día porque era en serio cordial. Pero yo no me había bañado. Esa experiencia no fue tan placentera. Los baños quedaban en la parte de atrás del barco. Era todo junto en un cubículo: poceta (inodoro), ducha y lavamanos. El piso estaba mohoso y el agua que salía de las tuberías venía directamente del río. El mismo río al que caían todos los desperdicios del barco: comida que no se iba a usar, mierda y orine. ¡Mmmm, que encanta!


Era aún más asqueroso porque justo de ese lado del barco tiraban los desperdicios. El proceso era asomarse para ver el agua con pinta de cañería al rededor del barco y luego abrir el grifo para usarla. La peor sensación me daba cuando me tocaba cepillarme los dientes con esa agua color marrón. Hasta que el tercer o cuarto día pensé que podía llevarme un vaso con agua del filtro. Me sentí el más idiota de todos por no haberlo pensado antes, pero ya ni modo. Siempre se evoluciona, si no te da hepatitis o algo por el estilo primero, claro está.


"Para ducharse no tendría que ser tan feo", pensé. "Basta con ponerse un par de sandalias para no pisar lo que sea que ha caído en esos cubículos y listo". Coloqué mis utensilios encima del tanque y me dispuse a bañarme. Todo iba bien hasta que se me ocurrió mirar al piso. No me lo creerá, pero todavía se me eriza la piel si me acuerdo. En mi vida había visto un insecto como ese: rojo y negro, más grande que una cucaracha y con como mil patas. No sabía si correr desnudo por todo el barco o tirarme por el borde que quedaba justo frente a los baños. Mi pudor pudo más que yo en ese momento. Me quité lo poco que me había echado y salí corriendo a donde estaba Federico. Él notó el susto en mi cara de una.


Los días siguientes usé una de dos: o no me bañaba, o abría la puerta y miraba desde afuera que no hubiese nada con pinta de alien en el baño. Debo admitir que no me lo imaginé ni por un segundo. Pensé que íbamos a ver delfines rosados, y así fue, quizás algún cocodrilo, y también vimos uno tomando sol en la orilla; serpientes, aves, ¿Qué se yo?, pero no me pasaron por la cabeza los insectos. Y para eso soy más asustadizo que el estereotipo de mujer que hemos tenido hasta nuestros días. Yo soy el vivo ejemplo de que no todos los hombres no le temen a los insectos, mucho menos creo que todas las mujeres los vean con mis ojos.


El hecho de tener demasiado tiempo libre nos llevó a hacer lo que no creíamos posible, tomando en cuenta que no hablamos el mismo idioma que el resto del barco: socializar. Lo que resultó gracioso fue las opciones que escogimos cada uno. Federico se pegó a un viejito solitario y yo me acerqué a las dos adolescentes de trece y quince años. Eran hermanas de padres diferentes. Su hermano menor era de otro padre más; y su prima de veinte años, que venía de viaje con ellas, tenía una hija de cuatro y otra de año y medio. Las niñas, como su madre, tenían un problema en la vista que les impedía mantener la mirada fija. Nunca supe qué era porque no me atreví a preguntar. Fue demasiada información en muy poco tiempo. Mis nuevas amigas sí que venían de un contexto social y familiar diferente al mío. Eso no me impidió, sin embargo, bromear con ellas un rato.


Ya sé, enseñarle groserías venezolanas a dos menores de edad no es lo más lindo y pudoroso que hice en mi vida. Pero tiene usted que admitir que es muy gracioso escucharlas decir estas palabrotas. Esa fue una tarde entretenida.


Una de ellas hacía un esfuerzo tremendo para que yo entediera lo que decían, lo cual no ocurría con facilidad. Cada conversación que tuve con ella terminé aprendiendo algo. "Él, ella, chico, chica, barco, funky". Todo un vocabulario me enseñó. Era muy gracioso como se desesperaba cuando yo quedaba con cara perdida. Entonces repetía lentamente y hacía señas a la misma velocidad, como una azafata en cámara lenta. Al final, cuando y entendía, siempre me decía "isso". Victoria. Su prima también contribuía un poco pero la mayor parte del tiempo estaba muerta de risa con mis caras.


Después de jugar con las chicas un rato (luchando para entendernos) me acosté un rato en el tercer piso a dormir bajo el sol con mi toalla. Desperté y ya caía la tarde. Cuando busqué a Fede, estaba muy instalado con su señor que resultó ser de Perú y que siempre viajaba de un país al otro para visitar a su familia. Por alguna razón se había enamorado de Brasil pero sus nietos estaban en Perú. Entonces él viajaba cada cierto tiempo a visitarlos. De resto, vivía solo en algún pueblito de Brasil y viajaba por ahí de tanto en tanto. Ese señor, por cierto, nos cambió los cuarenta soles peruanos que nos habían regalado Pía y Nacho por unos pocos reales. Bingo. "La iglesia católica siempre ayuda a los desamparados. Tengan eso en cuenta si les pasa cualquier cosa". Ese fue su consejo cuando le contamos nuestros planes. Yo lo sentí demasiado en serio, como si supiera que algo malo estaba a punto de pasarnos. Pero eso no podía ser, todavía nos quedaban unos trescientos reales y luego la ex-novia de Fede nos enviaría lo que faltara para llegar hasta Buenos Aires. ¿Qué podría salir mal?


Llegó la segunda noche y se fue igual de rápido. En este punto del viaje ya no estaba tan pendiente de mi equipaje como el día anterior. De verdad que ninguno de los pasajeros tenía mala pinta. Y ya estaba establecido con nuestros vecinos mirarle el equipaje al otro cuando no estaba cerca. Parecíamos una familia, el niño jugaba conmigo y Fede, las chicas, las niñas y las madres nos saludaban con cariño y el señor que hablaba mucho se acercaba a seguir hablando, y yo seguía sin entenderlo. Esto y la comida hicieron que pasara más rápido el día. Fue divertido compartir con este grupo tan diferente, al menos a mi familia. También me parecía una locura la cantidad de casitas que había en las islas a los costados del río. Lo más gracioso no era como estaban construidas, era que de noche se podía ver que tenían televisión y quién sabe que más. Yo estaba espantado de solo pensar en la idea de vivir tan alejado del resto del mundo, aunque no tenía idea de lo que se podía hacer desde esta zona. A primera impresión, era plena selva amazónica.


En la noche, que por cierto era un fracaso en cuanto a movida de adultos, terminamos jugando con las chicas, su hermano y la prima de la vista extraña. Era el propio campamento: jugando "El pato, patico, pato", y otros del mismo estilo que eran fáciles de entender para ambos. Hicimos un juego típico de Venezuela que se titula "En mi maleta llevo". Se supone que el primer jugador dice lo que lleva, el segundo dice lo que lleva el primero y agrega algo, el tercero igual, y así hasta que se hacen un montón de cosas en esa maleta. Federico y yo lo disfrutamos más que los chicos porque decíamos cosas como "un condón con semen", "un tubo de leche", "un vibrador", "un prepago" (prostituto en Venezuela) y otras obscenidades. Las adolescentes sabían medianamente lo que queríamos decir, pero no con claridad. Escucharlas pronunciar el español, y de paso esas palabras, fue demasiado.


Después de tanto jugar, terminamos bailando la música que sonaba todo el día y toda la noche a todo volumen (no sé para qué, porque nadie tomaba alcohol ni mucho menos le prestaba atención). Ahí, la prima ojos celestes (uno para el este y otro para el oeste) me sacó a bailar. Aprendí a los golpes, pero pude seguirla un poco al ritmo del funky. La verdad es que no me gusta para nada el género, pero no soy tan cerrado de mente. Pude disfrutar ese rato. Se ve que es muy popular, al menos en los pueblos de Brasil. Había hasta versiones de Adele, Justin Bieber, Ed Sheeran y más que sonaban terribles en portugués. Había una particularmente graciosa que decía algo como "siempre divagar", y tenía un ritmo pegajoso. Federico no dejó de cantármelo por el resto del viaje.


De repente, en medio de toda esa música que para mí era ruido, sonó un tema que me derrite y que tenía años sin escuchar. No entendí nunca cómo lo encontró el/la dj, pero le agradecí mucho ese rato. Ese tema es el que suena de fondo en este capítulo. Pertenece a una banda llamada "Keane" y se titula "Somewhere Only we know" (En algún lugar que solo nosotros conocemos). "Este podría ser el final de todo así que ¿Por qué no nos vamos a un lugar que solo nosotros conocemos? "


Más tarde esa noche, viendo el cielo con las chicas y el niño, empezó la charla más íntima. Las hijas de la prima de ojos celestes eran de dos hombres diferentes también. Su novio actual no era uno de ellos, pero eso no era problema para él según ella. Aquí empezaron a complicarse las cosas. Hablando de esto y aquello empezaron a salir a flote los secretos. Primero, que una de las adolescentes gustaba de Federico. No se llevaban casi nada, de 26 a 15 años no es tanto (susto); segundo, la otra chica, de apenas trece años, sabía "mover el culo", como lo hacen en los videos de música funky (raro, pero no me imaginé hasta que punto era inapropiado); y tercero, para mi desgracia, Federico no era el único con una fan.


Disimuladamente, la joven de 21 años empezó a pedirle a sus primas que me preguntaran ciertas cosas. Entre esas, si ella me parecía atractiva. Tragué profundo. Después me dijo de frente que yo era un "minino mutto buenmozo", todo entre risa y risa. Siendo honesto, no suelo tener complejos para hablarle a la gente de mi homosexualidad, pero en ese momento me sentí aterrado. Me parece que la diferencia entre nuestras costumbres y familias me hizo sentir inseguro de su reacción. Así que improvisé. Le aseguré que ella también era muy guapa (aunque no me resultaba para nada atractiva, ni siquiera si yo fuera heterosexual), para no afectar su autoestima; y después la corté en el acto diciéndole que tenía una novia esperándome en Buenos Aires.


-Una enamorada...- (intente usted entender a medias mi portuñol, como yo lo hice, para su mejor percepción de la escena).

-Sí.- contesté, apartando la mirada.

-"Yashi coantu qui voce ishta con ela"?

- Tres años.

- Treish anus! Mutto tempo pra istar cuan una persona.

- Sí, lo sé.

- Voce tein foto con ela?

-¿Ah?

- Naun tein foto yi ela? Eu quieru ver.

- Ah... una foto. Sí, claro.

-Naun ti creu.- me dijo con una risa picarona. Hubo un silencio, los demás escucharon y todos soltamos carcajadas.

-Ah, pues. Es en serio. ¿Verdad, Fe? - él asintió, pero me miró de mala gana. La chica cambió la cara.


Me felicité repetidas veces por ser llorón, cursi y dramático todo el tiempo. Porque la noche en la que me despedí de Nova y nos colocamos las cintas fue mi excusa perfecta. "No solo es mi novia. Estoy comprometido con ella. Ya le propuse matrimonio". Ella miró con mala cara nuestras manos con los lazos celestes. "Ya sé lo que estás pensando. En Venezuela era muy costoso pagar los anillos, así que este fue un simbolismo que quise utilizar mientras tanto. Obvio, tengo que hacerlo de nuevo en Buenos Aires". No sé si me entendió del todo, pero se quedó callada.


Perfección. La dejé con cara perdida unos segundos. Seguimos compartiendo en grupo como si nada. Canté victoria, pero mi celebración me duró dos segundos. Su cara de diabla volvió cuando me preguntó descaradamente delante de todos "Y voce siempre e fiel con na minima isa?". Coño de la madre. "Sí, claro que sí. Yo la amo demasiado", le solté con mi cara de romántico. No me creyó. Y eso duró un rato, entre una conversación y otra. Hasta que le pregunté por qué no me creía. "¿Tengo cara de sádico, o qué?". Su respuesta fue algo como que los hombres nunca son fieles, que eso de la fidelidad no existe estos días. "O sea, que tú le eres infiel a tu novio también...". Negó con la cabeza, pero soltó una risita. Dios mío, me he quedado sin armas.


Menos mal que no pasó mucho rato hasta que subió la madre de las adolescentes y las mandó a dormir en el acto. Salvado por la campana. Federico no aguantó la risa apenas se fueron. Nosotros nos quedamos un rato más pensando en cualquier cosa. Y allí apareció Omiú. Al principio intercambios dos o tres palabras con Federico, hasta que se fue a dormir y nos dejó solos. Por fin pude tener una charla con el chico que tanto me miraba y que parecía tan amable. Ese era su nombre, tenía 28 años y era parte de la familia dueña del barco. Era tan religioso que todos sus tatuajes tenían algo que ver con la iglesia, Dios, o la Biblia.


Nos quedamos mirando un rato el cielo estrellado. Nunca vi un cielo tan despejado en mi vida. Estaba conmovido.


- Y eso qui no ha subido hasta il techio...

- Ok, quiero hacerlo demasiado.

- Naum... no si puede.

- ¿Por qué no?

- E peligroso pra voce.

- Pero ya me dijiste que es hermoso. Ahora quiero verlo. Por favor, te prometo que tengo cuidado. ¡No puedo perder la oportunidad de ver este cielo desde ahí!-

- ...

- Omiú. Te prometo que no le digo a nadie.

- Amaiá eu posso ayudar a voce pra subir.

- Genial. Mañana entonces.


Me fui a dormir emocionado por lo que sería el día siguiente. Ni el calor ni los mosquitos me dejaron descansar. Amaneció una vez más en el barco lleno de gente. Empecé a impacientarme. Para completar mi angustia, encallamos en una isla. No sé cuánto duramos parados ahí hasta que se pudo despegar de la base que no se veía en la superficie y seguir nuestro camino. Ese día vino todo junto: encallamos, vi varios barcos dejarnos atrás a toda velocidad, y para terminar paramos en dos pueblitos en los que se bajó cierta cantidad de pasajeros. En el primero fue muy rápido el proceso, pero en el segundo Omiú me aseguró que tenía tiempo de correr a algún lugar con internet y mandar señales de humo a mi familia.


Bajé medio apurado en ese pueblito con carretera de tierra y empecé a buscar algún wi-fi al cual conectarme, mientras los pocos que habitantes que habían por las calles me miraban curiosos. No encontré ninguna red abierta, así que empecé a ofrecer a los negocios dinero por usar su internet un rato. Nadie pudo ayudarme. Y mientras más rato pasaba, más empezaba a correr por miedo a que me dejara el barco en ese pueblo alejado de toda civilización existente. Me regresé resignado y molesto. Hasta me dieron ganas de llorar. "Ni modo", me dije. Todo el mundo notó mi humor oscuro ese día. Estaba preocupado por mi papá y mi mamá sobre todo, que debían estar halándose los cabellos en la casa. Incluso, mi linda fan enamorada me ofreció un mensaje de texto para mandar a mi familia. Le expliqué que obviamente no iba a llegar desde ahí hasta Venezuela. Fue un gesto muy lindo de su parte de todas formas.


Pasó otra vez el día entre el calor y mi mal humor. Lo único que esperé fue la noche para subir al dichoso techo prohibido del barco. Oscureció y los adultos se reunieron arriba por alguna razón a tomar muy poco alcohol mientras hablaban y escuchaban la misma música a todo volumen. Todo parecía tranquilo hasta que la madre de una de las adolescentes empezó a empujarla hacia el medio del círculo para que bailara. Usted creería que era un bailecito inofensivo, pero no lo era en absoluto. Pocas veces he visto a una mujer menear el culo de esa forma. ¡Era una barbaridad! No había nada artístico en sus movimientos. Era puro sexo. Su mamá y los demás aplaudían eufóricos. Incluso, un par de hombres (entre esos Omiú) sacaron sus celulares para grabarla. Ella seguía bailando pero se tapaba la cara. Como si eso fuera a ocultarla mucho.


Dios mío, vaya que esta era una sociedad diferente. Me alejé del grupo porque en serio me pareció demasiado. Le fiesta de gente se quedó arriba y Federico y yo bajamos para a donde estaba la segunda adolescente, que ahora no nos hablaba porque estaba muerta de vergüenza desde que "descubrimos" que a ella le gustaba mi compañero. La fiesta de arriba no duró mucho más.


Cuando se hizo tarde y todos dormían subí a buscar a Omiú. Estaba de guardia y me indicó que esperara un rato para asegurarse de que no quedara nadie cerca. Me quedé ahí meditando hasta que por fin se acercó. Voy a admitir que mis expectativas eran que subiera conmigo a ese techo, demostrara sus intenciones y que pasara lo que tuviera que pasar (sobre todo, echándole un vistazo a las fotos que vienen a continuación). Debo atribuir mis pensamientos en ese momento a la personalidad serena y amable que tenía este chico, que fue lo que me llamó la atención en algún punto.


Omiú me hizo la seña para que lo siguiera hasta la escalera y se volteó para recibirme de frente. Cuando me acerqué, quedamos muy cerca el uno del otro; justo a un lado de la escalera. Me indicó que me alejara de los extremos y que tuviera cuidado al subir. Levanté mi mano para subir la escalera. Él posó la suya sobre la mía y me dio un pequeño beso en los labios. Me soltó y me animó a subir. Llegué hasta arriba como mareado, tratando de procesar la información, y me senté.


No tuve que subir mucho la mirada para sentirme invadido por la vista. El cielo más estrellado que he presenciado, y en mayor proporción, porque no había nada a lo lejos que pudiera taparlo. Me dejé llevar por esos colores y la energía que me transmitieron hasta que terminé acostado. Yo no sé nada de las estrellas, las constelaciones y esas cosas, pero estuve un buen rato allí... conmovido. Deseando, soñando. Enviando mensajes y saludos, incluso.


Por último, decidí cantar en voz baja. Canté para mí. Le dediqué unas notas a este cielo iluminado con miles de chispas mágicas. Canté para que mi familia me escuchara a la distancia, para que mis amigos no me olviden, porque yo no voy a olvidarme nunca de ellos. Canté para que el mundo escuchara la fuerza y las ganas que tengo de alcanzar mis sueños. Canté, para liberar tanto amor acumulado en un corazón que nadie pretende cautivar. Pero no me sentí solo: tenía demasiadas personas por las cuales agradecer al universo. Pude agradecer también por tener esta valiosa herramienta de vida a la que llamamos música. Me consolé, pensando en qué carajo iba a ser de mí de ahora en adelante. No lo sabía, pero todo iba a estar bien. Respiré y lentamente regresé a mi cuerpo. Omiú nunca subió. Nunca entendí sus objetivos, pero sí le agradecí mucho esta experiencia. Podía irme a dormir tranquilo.


El último día a bordo de ese barco fue el peor de todos. Me bañé a regañadientes, me acomodé y estuve listo demasiado pronto. Falta una hora, faltan treinta minutos, faltan veinte minutos. Era peor que ver un episodio de "Dragon Ball Z" donde cinco minutos no terminan de ocurrir en media hora de transmisión. "Aquella isla es Porto Velho", entendí a medias. "Por fin". Y una vez más, canté victoria demasiado pronto. La isla era, en efecto, Porto Velho, pero pasaron cuarenta minutos más para que termináramos de rodearla hasta el puerto. Aquí ya una cosa pasó a ser más insólita que otra. Empezamos a ver palafitos, extractores de petróleo y quién sabe qué más hacían esas cosas flotando sobre el agua. En este punto ya todo el mundo había recogido todo. Estábamos apilados en el borde esperando a llegar por fin al puerto.


Justo en ese momento entendí que no vería más a este grupo de gente. Quise guardar sus caras en fotos. Ya sentía cierta empatía por ellos. Que linda experiencia.


Arriba está el grupo completo de las chicas: las dos adolescentes, la prima con sus dos hijas y el niño. Y aquí abajo está Omiú, para aclarar sus posibles dudas. Antes de juzgarlo, recuerde que es una persona en serio dulce, amable y educada.






















Después de tomar las fotos terminamos de llegar al puerto. Me provocó besar el piso como lo hacen en las películas pero estaba tan asqueroso y con tantos taxistas y buhoneros al rededor que preferí guardarme mi emoción para otro día. Ahí, nuestra resolución fue pagar varios taxis para varias personas, entre esos el señor de Perú. Esto para ir hasta el terminal porque quedaba medio lejos para ir a pie o en bus. Yo solo agredecí el hecho de no tener que cargar las maletas durante otro rato. José 2 - 13 Viaje de la muerte.


Y ahí estábamos, por fin en Porto Velho, montándonos en nuestros taxis para dejar a Omiú, la gorda amargada, el chico que parecía una chica Backstreet Boy de los 90, y probablemente otros más que no recuerdo atrás. Sentí emoción y nostalgia al mismo tiempo. No fue la experiencia con un montón de turistas, alcohol y buena música que yo esperaba pero tuvo otro montón de cosas aún más valiosas.


Ya en el terminal averiguamos los mejores precios para salir de una vez. Por alguna razón, un boleto directo hasta Campo Grande era más costoso que un boleto hacia Cuiabá y uno desde Cuiabá hasta Campo Grande sumados. Por cierto, tuvimos todo el rato diciendo "Cuiba" hasta que el señor que hablaba mucho se burló de nosotros y nos corrigió. Al final decidimos ir hasta Cuiabá porque pagar los boletos hasta Campo Grande era una suma importante, y no queríamos quedarnos en cero de una vez.


Mientras esperábamos pude pegarme por fin a un wi-fi y comunicarme con familia. Pobres, estaban aterrados. Estaba instalado hablando por mi celular cuando vi a Omiú correr por el terminal. Yo que pensé que no lo iba a ver más. Esto es digno de una novela, así que, por su bien, hágase el favor de leer mi siguiente pregunta en tono de novela. ¿Qué hacía aquí el chico del barco? ¿Por qué estaba corriendo? Evidentemente, venía a declarar su amor... a la adolescente de trece años. Corrió hasta el terminal para comprarle cualquier cosa que encontró en los buhoneros y regalársela. Hasta se subió en el bus al que ella había abordado y le entregó su regalo. Ella ni lo miró. Lo rechazó en el acto.


¿Qué será peor? El hecho de que este tipo estuvo con una cosa rara conmigo desde que salimos de Manaos para ahora venir a enamorarse repentinamente de una chica, o ¿Que ella tenga la mitad de su edad? Cada vez me doy más cuenta de que no sé nada de la vida. Sé lo que usted está pensando, y la respuesta es no. No quería que ese regalo me lo diera a mí. Yo tengo mi destino proyectado, y no hay lugar para Omiú en él. No voy a negar que fue muy fuerte toda la situación, pero seguí adelante sin mucho problema.


Dejando al pobre chico atrás, arrancamos en el bus hasta Cuiabá. La hora de llegada estimada era las diez de la noche. Ahí tendríamos que esperar a que amaneciera para ir a buscar la plata que nos iban a depositar o seguir hasta Campo Grande con lo que nos quedaba, dependiendo de los precios y retirar el dinero directamente desde allá. Sentí emoción por el aire acondicionado del bus y la textura de los asientos. "A seguir", le dije a Federico. "Siempre divagá, lala, lala, Siempre divagá. Tadá, tará", fue su respuesta. Já. Era momento de dormir hasta que llegáramos a nuestro próximo destino.




Si está esperando leer el motivo por el cual escogí este tema, le recomiendo que lea otra vez con ciudado. No estaría haciéndolo bien.






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