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5. De Luna de Miel en Manaos.

IMPORTANTE: En este post continúan las imágenes explícitas de completa indignidad. Si decide seguir leyendo, es bajo su propio riesgo. Sin embargo, le aseguro que en este capítulo no verá lo peor. Por cierto, al fondo hay una canción que hace contraste. No se olvide de escucharla.



Amaneció en el terminal. Todos dormíamos cuando un guardia nos despertó para pedirnos que nos fuéramos porque ya era hora de abrir y no podíamos seguir tirados en el piso en el medio de la llegada de los buses. Laís no estaba. Federico y yo nos despedimos de los chicos, todos nos deseamos suerte y seguimos nuestro camino. De repente, Laís volvió a aparecer eufórica. Se había bañado otra vez, estaba despierta desde hace rato y había logrado convencer a un taxista de que nos llevara hasta Manaos por un monto más económico que los buses. Además, nos aceptaría los dólares y nos daría cambio en reales. Yo no podía creer tanta suerte. Le agradecimos hasta el cansancio a la extrovertida chica.


Nos acomodamos y nos dirigimos hacia el taxi. Cuando lo ví me impresionó lo nuevo y lujoso que era el modelo. El conductor resultó ser muy amable, pero no le entendíamos nada. Al menos yo, no. El viaje se sintió como una montaña rusa sin seguridad de ningún tipo: primero, porque el chofer iba literalmente soplado; segundo, porque la carretera era angosta, estaba a medio construir y lo que nos rodeaba era una selva alta, tupida e imponente; y tercero, por la emoción y el susto de seguir avanzando, sin saber con precisión en dónde estás, pero con la certeza de que te estás acercando a tu destino.


De repente, vi asomarse un pequeño poblado. Yo esperaba que no fuera Manaos porque no parecía haber mucho que hacer, y nuestras posibilidades se limitarían en un lugar tan pequeño. Obviamente, no lo era. Manaos es una ciudad dos o tres veces más grande que Caracas, no sé qué estaba pensando. El taxi se detuvo para cargar combustible. Entendí que en Brasil no llenan todo el tanque con gasolina, también le colocan otro combustible que hace más o menos el mismo trabajo y sale más económico. De todas formas, si hay algo en lo que soy bruto es en todo lo que tenga que ver con ingeniería y mecánica así que ni me molesté en preguntar como funcionaba.


Di una vuelta a la cuadra, daba la impresión de que habrían máximo cuatro cuadras más de pueblo y nada después. Las vías no estaban asfaltadas y la gente caminaba con ropa de playa. Pero esto no era playa, era plena selva amazónica. Me parece que Laís nos comentó que hay lagunas o algo por el estilo cerca; no lo recuerdo con precisión. Entonces me digné a entrar a un pequeño local. Sería como un mercado express. Tenían todo lo que en Venezuela no hay en un máximo de veinte metros cuadrados. Miré como con intriga los productos apilados: shampoo, jabón, desodorante, papel higiénico, pasta, arroz, aceite, azúcar. Y después estaban todos los chocolates, helados, snacks y demás que se veían riquísimos. Me sentí el propio indigente. No quería llorar, no estaba desesperado por comprar, solo veía los productos incrédulo. Como quien mira un trozo de pan después de dos semanas sin comer.


Regresé al taxi y partimos; otra vez a demasiada velocidad para mi gusto. Durante este trayecto, que fue de cinco o seis horas aproximadamente, escuché por primera vez la música que vende en Brasil. Todo el viaje fue el conductor hablando en portugüés con Laís, Federico interviniendo de vez en cuando, y yo mudo; y por otro lado, la música que, por supuesto, tampoco entendía pero que parecía hablar de sexo. Después tendría mi encuentro personal con la música popular brasileña.




Por algún lugar de la vía nos paramos una segunda vez para comprar desayunos. Cada vez que recuerdo el sabor que sentí en ese momento se me hace agua la boca ¡Vaya que eran divinos esos desayunos! Me parece que se hacen con harina de trigo y papa y están rellenos de carne. Además, los acompañé con una chocolatada para no desentonar con los otros tres, que tomaron café. Yo no tomo café.

Justo en esa estación vi otro teléfono con sombrero y, como había quedado insatisfecho con mi video, le pedí a la guapa de Laís que me tomara esta foto. Le quedó genial. Nótese que mi pinta de mochilero es básicamente la misma, solo me cambié la franela. El señor de atrás se emocionó y posó para la foto aunque nadie lo invitó. :)


Aproximadamente a las tres de la tarde estábamos en Manaos. No entramos precisamente por su lado más atractivo. Se veía bastante peligrosa también. En el terminal, a Laís la esperaba su padre para llevarla a casa. Ella nos indicó que algunos buses necesitan tarjeta y otros aceptan efectivo, tendríamos que esperar a que uno de los segundos pasara y nos llevara a una plaza que, según ella, estaba en todo el centro de la ciudad. Ahí conseguiríamos wi-fi para buscar un hotel o hostel y estaríamos cerca de los más conocidos por sus precios accesibles. Le dimos un gran abrazo a nuestra nueva amiga y le agradecimos por última vez. Anoté su nombre en Facebook para buscarla después.


La vimos partir, respiramos y echamos a caminar. Me tocó subir uno de los puentes que se usan para cruzar grandes avenidas. Usted se podrá imaginar cuánto me tardé con el montón de maletas. Tanto sufrí, que Federico se ofreció a ayudarme. Nuestra relación no era la más fluida de todas, pero al menos no habíamos peleado por nada. Con algo de dificultad pudimos tomar el bus hasta la plaza. Era muy gracioso sentir las miradas de todo el bus sobre nosotros: sentados con una maleta debajo del asiento, otra a un lado y la otra encima de las piernas, viendo en el GPS del celular, para nada, porque no tenía ni puta idea de lo que estaba haciendo.

Por suerte, el bus nos dejó justo frente a la plaza. Federico, que hasta ahora había llevado la "batuta" durante todo el viaje, me indicó que me quedara mientras él daba una vuelta por la zona a ver qué encontraba. Yo me quedé en uno de los bancos de esa plaza, bonita, pero rodeada de un área que no reflejaba mucha seguridad, intentando que mi celular se conectara con un wi-fi. Federico tardó bastante rato y yo no pude hacer mucho con la conexión. Estaba enajenado en mi celular hasta que sentí un ruido extraño. Levanté la cara y ahí estaba: una mujer esquelética, despeinada, casi desnuda, con unos dos dientes en toda la boca y descalza. Me miraba como deseando algo.


Tragué profundo, intenté disimular mientras escondía el celular y le dije: "Bom yía", fingiendo una sonrisa. Empezó a preguntar cosas que no entendí. Yo le decía que no con la cabeza, pero ella insistió. De repente hubo un silencio. Señaló las pulseras que me había regalado Andrés. "Dai" fue lo que le entendí. Yo pensé que se refería a algo del equipaje, hasta que me agarró la mano para quitármelas. "¡Epa!", me solté de una. Ella me contempló en silencio otra vez y repitió: "Dai". Yo le dije que no, porque era un regalo importante para mí. ¿Me entendió? No sé. No tengo las respuestas a todo lo que me pasa. Solo sé que, con mi gesto, logré hacer que se fuera.


Muerto de miedo, empecé a dar vueltas no muy lejos de donde estaban las cosas para evitar que alguien más se me acercara. Me dije que estar sentado en un mismo lugar me hacía un blanco fácil; tenía que mantenerme en guardia.Se me hicieron como dos horas hasta que llegó Federico, lo que en realidad pasó en unos minutos. El hotel más barato que consiguió era a unas ocho cuadras en una calle que se tornaba cuesta arriba. No aguantaba el cansancio de las dos noches en los terminales, pero ni modo. Subí a duras penas hasta que dimos con el hotel. Nos recibió una señora y nos dio la llave de una vez, ya Federico había pagado. Justo cuando creí que había llegado mi momento, vi que teníamos que subir tres pisos más de escaleras hasta la habitación. Los ojos me llegaron al esternocleidomastoideo.


Con muy poca dignidad, llegué arriba. Federico abrió la puerta del cuarto y entró de una. Lo primero que vi fue la cama matrimonial. Incómodo. No por mí, a mí no me molestaría dormir con él, pero no sabía hasta que punto podría ser tolerante con mi cercanía (tomando en cuenta que hablo dormido, me muevo mucho y tiendo a enganchar a mis acompañantes con las piernas o a meterles la mano debajo de la almohada). En silencio, nos acomodamos. El cuarto era mínimo, con cerámica en las paredes y el baño sin borde que retuviera el agua de la ducha; tenía el respectivo limpiador para recoger el agua después de bañarse. Había wi-fi, sí. Solo llegaba hasta las escaleras, pero había. Ahí pude comunicarme con los míos. Federico se quedó en el cuarto.


Como todavía no se hacía de noche, decidimos ir a averiguar nuestra siguiente parada: un barco de carga que va a través de una de las vertientes del río Amazonas y que nos dejaría en Porto Velho. Todas las opciones disponibles te ofrecían las tres comidas incluidas en el precio del pasaje. Ninguna tenía camas; por lo que se hacía obligatorio llevar una hamaca por persona como lugar de descanso. Esta ruta sería la más larga de todas: cinco días en ese río sin comunicación alguna con el resto del mundo.


Se suponía que íbamos a salir en el barco del sábado, pero como nos quedamos varados dos noches en los terminales, ya era domingo. Caminar por esa zona del puerto no era para nada bonito, había demasiada gente con mala cara. A este punto de la historia usted debe creer que yo soy un creído niño de dinero. No es así, lo que soy es el papá de los miedosos; culpe a los cinco o seis malandros de Venezuela que me hicieron tenerle miedo a cualquier desconocido que se me acerque.


Nos encontramos con un montón de opciones de barcos, una más cara que la otra. De paso, aún teníamos los dólares. Y para cerrar con broche de oro, el próximo día de salida del puerto era el martes. Dos días de hospedaje parecían bastante dinero. Supuestamente, había una vía para irse por tierra. La cosa es que era tan inestable que con cualquier lluvia se obstruía, tengo la idea de que en ese momento estaba obstruida. Eso, o no quisimos arriesgarnos a morir en un derrumbe. Nos regresamos al hotel a descansar, con hambre. Ahí nos quedaban las últimas reservas de pan, salsa de tomate y queso untable. Dormir en una cama fue maravilloso.

Esto me dejó boquiabierto. Una hoja de periódico pegada en alguna pared del centro de Manaos. Sí, el artículo hablaba de las escasez en Venezuela. No pude evitar registrarlo.


A la mañana siguiente Federico se despertó muy temprano para ir a cambiar los dólares en algún lugar que nunca supe porque me quedé durmiendo como la morza que soy. Cuando llegó yo seguía dormido, me desperté como pude para activarme con él. Teníamos un paquete de pasta pero no había donde cocinarlo. Dormido aún, bajé hasta la recepción para preguntar si podíamos cocinar por ahí en algún lugar. "Disculpe, señor. Yo le dije a su marido que no disponemos de una cocina para prestarles. En todo caso puedo ofrecerles la comida del restaurante de abajo". Haga dos cosas: primero, imagine todo eso dicho en portugués (según entendí, eso fue lo que dijo), y segundo, imagine mi cara cuando me dijeron que estaba casado y no lo sabía.


Con mi cara de perdido, que se había vuelto mi única cara desde que salí de Venezuela, volví a subir y me senté en las escaleras donde daba el wifi para buscar un hostel que no estuviese muy lejos. Estaba seguro de que iba a ser más barato y podríamos cocinar. Tenía razón. Grabé una o dos tonterías en mis redes sociales. Canté "Good Morning" del musical "Singing in the Rain" en una versión de portugués "endógeno". Me pareció divertido.


Mejor aún: me conecté a una popular red social para buscar parejas y me llegaron unos quince mensajes de brasileños. "Vaya, vaya. Qué interesante", parece que alguien llamaba la atención por su pinta de extranjero, o quién sabe que más. Igual no me encontré con nadie. Era demasiado miedoso para salir, y a parte no entendía un carajo de lo que me escribían.


Rato después salí a caminar usando el GPS de mi celular y me sentí más poderoso que Iron Man porque funcionaba sin internet. Fui a dos hostales que no estaban a más de veinte cuadras, en uno de ellos me encontré con que la encargada era cubana y tenía un par de venezolanos quedándose ahí. No me convenció mucho. El segundo me costó para llegar, pero lo hice. Este estaba bastante mejor, el desayuno prometía y no había mucha gente quedándose. Esa misma tarde nos cambiamos. Otra vez llegué sin aliento y sin dignidad con el montón de maletas, pero resolví. En la recepción nos atendió un chico cuyo español era raro, pero por lo menos estaba, no hablaba ni pizca de inglés. Cuando nos pidió los pasaportes no pudo disimular su expresión.


-¿Vienen a raspar cupos de tarjeta de crédito?.-

-Ehm... no.-

-¡Qué raro! Son los primeros venezolanos que vienen y no quieren raspar sus tarjetas. Algunos ni siquiera se quedan aquí, solo vienen por los dólares. Se ha corrido la voz entre los de su país sobre lo que hacemos.

-Mmmm...- Claro, no podía haber otra referencia de Venezuela.


En el camino hacia el hostel pasamos por una hermosa plaza de la ciudad que daba una impresión diferente a lo que habíamos visto. Quisimos salir a caminar, y esto fue lo que salió.

Nos cruzamos con el hermoso Teatro Amazonas, orgullo de los ciudadanos por su renombre a nivel internacional.



Esto es "On the steps of the Palace" del musical "Into the woods". En español, esto traduce "En las escaleras del palacio". "En el Bosque" es un musical que reúne varios personajes de cuentos infantiles populares; entre esos "Cenicienta", que prefiere huir del palacio cada vez que el príncipe intenta conocerla. La tercera noche que se encuentran y ella huye, el príncipe había untado algún tipo de jalea en las escaleras para que se quedara pegada y no pudiera huir. Esta princesa decide entonces dejarle su zapato pegado allí. Y que él decida si ella vale la pena, o no, cuando la encuentre, si es que decide organizar una búsqueda a partir de su zapato. Yo, obviamente, no pude evitar asociar estas escaleras con ese glorioso momento.



Creo que me inspiré un poco. Quizás demasiado. Al menos la gente que pasaba por ahí me ignoró y siguió de largo. Yo imaginé que podrían gritarme que me callara o algo, pero no fue necesario. La campana (o el señor) me marcó el final de mi acto. Por cierto, ese número lo canta la princesa Fiona de "Shrek, El Musical". Es el momento en el que espera a que algún día llegue el príncipe a su rescate. Mientras tanto, contempla envidiosa las historias de las demás y se burla de sus infortunios.


Vaya que es hermoso el Teatro Amazonas. Cerca de las ocho de la noche vi una fila de gente que quería entrar. Estaban ensayando un musical. Los que me conocen saben lo imprudente que soy. Sí, hablé con una de las productoras. "Espera en la fila junto al resto". Y yo me fui saltando de la emoción a ubicarme de último. Federico se regresó al hostel porque se hacía tarde, así que entré solo a ver la peculiar puesta. Era una historia salvaje parecida a "Tarzán" pero con muchos colores vivos y fosforescentes. Creo que está demás decir que no entendí ni un parlamento. La verdad es que no me gustó mucho la ejecución del elenco, pero la orquesta estaba impecable. No pude tomar ni una foto, eso sí. Fue lindo, pero me salí antes del final porque se hacía muy tarde y cerraban el hostel. Igual me llevé esa experiencia conmigo.


Todo ese día en Manaos fue mágico: caminar por ahí con Federico viendo cualquier cantidad de cosas, hablando de infinidades de temas y tomando miles de fotos. Incluso me atrevería a decir que fue romántico. Después de que él me grabara en el teatro me sentí mucho más cómodo en su compañía. Cuando regresé a casa, él estaba ya acostado en su cama, pero seguía despierto. Tuvimos una larga conversación en la que salió a flote su alto conocimiento sobre el teatro. Si hay algo que a mí me atrae es la sabiduría. Y más si se trata de algo que a mí también me apasiona.


Recordé la noche anterior en la que estuvimos en la misma cama. Una parte de mí creyó que algo podría haber pasado entre nosotros, pero no sucedió por alguna razón. Lo vi con otros ojos. "La verdad es que no está nada mal", me dije a mí mismo. ¿Será que ahora me voy a enamorar de Federico? Algunos cuentos de películas se basan en casos de la vida real. Esta podría ser la típica historia de dos extraños que terminan juntos por una situación radical y después se enamoran... hasta ahora, ya tenemos la primera parte: nos conocimos en el aeropuerto buscando lo mismo. Él me preguntó mi estrategia para irme, lo que me generó desconfianza. Además, me pidió mi pasaje falso para sacarle una copia. Ahí sí desconfié casi por completo.


Después, cuando nos tocó irnos juntos me aseguré que estaría siempre pendiente mientras estuviéramos solos. Él nunca demostró malas intenciones, pero tampoco demasiada simpatía. Lo que yo no sabía es que es sumamente introvertido. Hasta ahora había estado prácticamente mudo, y hablaba solo para decirme cosas como "llevas demasiadas maletas", o "deja de ser una princesa". Quizás yo también le estaba generando algo y no lo sabía. Quizás mi buen humor y mi caminar como en las nubes de todos los días le parecía adorable. Siempre me miraba con cara seria. Por lo que sé, podría estar pensando en lo hermoso que era mi espíritu libre o en lo tonto que me veía. "Bueh... demasiada ilusión y soñadera por hoy. Mañana hay que viajar. Mejor me voy a dormir y dejo de pensar en guevonadas".


Esta es la hermosa plaza que cruzamos camino al hostel, que parecería más un parque de lo enorme que es.



Esa noche dormimos aún mejor que la anterior: aquí teníamos aire acondicionado y una cama individual para cada uno. No habían más personas en el cuarto. Al día siguiente me desperté demasiado tarde para el desayuno (para variar), compramos los boletos en el hostel. Nos ofrecieron el mejor precio y nos incluían un taxi para llevarnos hasta el puerto. Canté victoria por una vez: no tendría que arrastrar el montón de maletas en esta ocasión. José 1 - Viaje de la muerte 7.


Así que nos dignamos a comer y reposar en el hostel. Yo cociné la pasta con una salsa de tomate que nos quedaba para almorzar. Ese día partíamos hacia Porto Velho al rededor de las seis de la tarde. Nos quedamos un par de horas en el área común del hostel viendo Vh1 (que tenía doscientos años sin ver porque lo habían sacado de señal en Venezuela) y terminamos hablando con otro par de chicos de Venezuela que estaban ahí para raspar sus cupos de dólares, para tranquilidad del recepcionista.


Como a las cinco y media quisimos salir a comprar algo rápido para comer porque no sabíamos como sería el tema de la comida en el barco. No encontramos mercados que valieran la pena, pero sí un restaurante con self-service que estaba muy barato. Papas fritas, un chorizo, un trozo de carne enorme y ensalada. Cuánta felicidad de comer algo tan completo. Lo único malo fue que tuvimos que correr para que el taxi no nos dejara.


Cuando llegamos al hostel ya teníamos todo recogido. Partimos hasta el puerto y empezamos a buscar nuestro respectivo barco. Aquí fue peor con las maletas porque, si bien ya las ruedas no funcionaban bien, el piso era de tierra con piedras. Tenía que alzar todo sí o sí. Por fin dimos con el barco y entregamos nuestros boletos. El primer piso era literalmente de carga de carros y materiales pesados, teníamos que subir una escalera bastante grande hasta el segundo piso, donde nos esperaba nuestro lugar durante cinco días seguidos. Una vez más, respiré y me acerqué los más que pude. Cuando alcé la mirada, Federico me observaba desde arriba. Me tendió la mano con una medio sonrisa, y me ayudó a subir mis cosas. Sonreí, aliviado.

Este tema lo escuché esa última tarde en el hostel. Me enamoré y lo descargué en el acto. Se convirtió en soundtrack y recuerdo esencial del viaje, porque fue hasta Manaos que vivimos con un poco de dignidad. Después de aquí, todo se fue como en picada directo a la mierda.


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