3. Santa Elena de Uairén, La Utopía hecha ciudad.
IMPORTANTE: Las fotos que usted está por ver no han sido retocadas para mantener la realidad del relato. Algunas (por no decir la mayoría) no tienen un grado muy alto de dignidad, pero eso es parte del cuento. También debe saber que cada capítulo trae consigo una canción al fondo que hace referencia con el contexto del mismo. Se recomienda leer y escuchar a la vez. Y así, continúo...
Pasé el viaje hablando por teléfono con mi familia tratando de convencerlos de que esto no era una locura, de que todo estaba bajo control y de que sabía lo que hacía. Mi mamá tenía los pelos de punta y mi papá no hacía más que preguntarme detalle por detalle del viaje. Yo ni siquiera me sabía bien el nombre de todas las ciudades que íbamos a cruzar. Cuando no sabía qué responder consultaba a Federico en voz baja y respondía con seguridad. Él ni se inmutaba, apenas se comunicó con los suyos unas dos veces desde mi celular porque no tenía uno propio.
Para mi familia y mis amigos yo me estaba condenando a mí mismo, abandonado a mi suerte. Era como un suicidio dividido en escalas y terminaba en que yo moría de hambre como indigente o me mataban para robarme.
Fingía que no prestaba atención o que estaba tranquilo, pero en realidad estaba muerto de miedo. Mi ansiedad aumentó cuando estacionamos en el terminal de Santa Elena de Uairén para darnos cuenta de que no habían buses directos del terminal hasta Manaos, que era lo que teníamos pensado hacer. Estaban suspendidos, para variar. Nos dijeron que la opción era ir hasta la frontera y de ahí salir hasta Boa Vista, la ciudad más cercana. Pero ya eran las siete de la noche, no íbamos a llegar. A parte, no habíamos sacado todo el dinero de nuestras cuentas para cambiarlo (por idiotas). Si usted quiere ir a Santa Elena, yo le recomiendo que se lleve bastante efectivo porque los cajeros son prácticamente un mito.
Después de preguntar con algo de desconfianza a quienes estaban por ahí cerca, Federico y yo hablamos hasta que llegamos a una solución. "Esta noche dormimos en el terminal para ahorrar el dinero del hotel. Me dijeron que es “seguro” esperar aquí. No somos los únicos de todas formas", argumentó él. Estuve de acuerdo pero me pareció particularmente gracioso porque, en un berrinche que hice uno de los días que me comía la frustración por no poder irme del país, solté algo como “¡Quiero irme! No me importa como, pero quiero salir de este país ya, como sea. Quiero pasar trabajo, patear calle, incluso dormir en un fucking terminal si es necesario; pero irme ¡Ya mismo!”. Ahí tienes tu terminal, y no fue uno, fueron tres. Este fue apenas el primero. Otro chiste jugoso del universo.
En la imagen de su izquierda, justo donde está ese alguien vestido de color naranja, debajo de la columna, hay una silla que la rodea. Ahí nos acomodamos. En la imagen de la derecha se ve la superficie que rodea al terminal: tierra. Así de pequeño era todo.
Así que nos acomodamos para pasar la noche ahí. Federico, que no hablaba mucho, esperó a que nos sentáramos para decirme con firmeza: "No podemos cargar con todas esas maletas en el viaje. Sería demasiado aparatoso. Por lo menos tienes que deshacerte de una": Lo decía mirando mi maleta que parecía un saco de papas lujoso, rota a la mitad, llena de tirro y difícil de rodar. Tenía razón, pero yo no quería dejar nada. No sé como hicimos pero todo entró en las otras maletas, mi morral morado y su bolso de mochilero. El pobre saco de papas fue a parar a la basura.
Sentados allí, comiendo de lo que yo había traído y discutiendo posibilidades, notamos quiénes nos acompañarían esa noche: un señor indígena con un niño de diez años, unos franceses que se irían a mitad de la noche, un mochilero solitario de unos cuarenta años y dos chicos con cara de pocos amigos de unos veinticuatro años. En eso mi mamá me llamó por teléfono. Ella tiene una particularidad: a veces tiene visiones. Yo también, pero no es nada común. Han pasado años desde mi última premonición. Ella, al contrario, siempre intenta predecir las cosas, hablar de lo que no ha visto asegurando que "voces" se lo soplan al oído. Repetidas veces me contó que la aturdían estas voces, siempre diciéndole todo sobre el destino o la situación actual de nosotros. Muchas veces tuvo razón en lo que predijo, pero yo siempre traté de no prestar mucha atención porque dicen que mientras menos crees, menos te afecta.
"¡Bendición!", la saludé con cariño y calma. Cuando me contestó noté que su voz estaba agitada. Acto seguido comenzó su discurso: "Mira, José. Este no es el momento para irte. Me lo están diciendo. Te van a robar y te va a ir mal, pero ni modo, tú escogiste irte así. Yo solo te lo digo para que estés pendiente, porque es lo que va a pasar. Bueno, ya lo sabes. Yo estoy rezando por ti". Alentador, ¿No le parece?. Me subieron los ánimos, sobre todo mirando al rededor a los dos amigos de 24 años que nos miraban como atravesando nuestras maletas con visión de rayos x.
"Mierda, quiero bañarme", pensé. Pero ambos imaginamos que no había un baño cercano ni por error; hasta que vimos a uno de los potenciales sicarios andar en toalla por el terminal. Yo lo miré tanto, intentando adivinar de dónde había salido, que cruzamos miradas. "Perdón, ¿Dónde hay un baño por aquí?", pregunté, dudoso. Él me mostró la parte de atrás del terminal, donde también era todo piso de tierra y había una llave que salía del piso. Claro, usó esa llave y un envase de helado para bañarse ahí, al aire libre. Lo pensé. Preferí bañarme porque había sudado mucho, hacía un calor potente y no quería parecer indigente (hice un verso sin esfuerzo). Al menos no todavía. Así que me bañé lo más rápido que pude mientras Federico vigilaba las cosas. Nos turnamos para vigilar toda la noche.
En uno de esos ratos que él estaba dormido, yo buscaba un lugar donde cargar mi celular (potencialmente robable) y terminé otra vez cruzándome con los chicos. Me senté con ellos, timorato. Era mejor tenerlos de amigos, ¿No?. Nunca supe sus nombres pero sí sus historias. Uno vivía en un barrio de Caracas y otro en Valencia. El caraqueño tenía una hija de apenas dos años, era medio musculoso, de piel tostada con unos cuantos tatuajes, zarcillos y el cabello castaño pintado con reflejos amarillos. No era muy alto; el de Valencia era realmente negro, flaco hasta los huesos y de extremidades largas. Tenía el cabello corto y grueso.
¿Qué hacían estos chicos aquí? Trabajaban en las minas de oro cercanas al Salto Ángel, una zona paradisíaca y exótica pero muy peligrosa a la vez. En ese momento, viajar hasta la mina donde trabajan les costaba 11.000 bolívares a cada uno; dos mil más de lo que pagué yo de Caracas hasta Santa Elena. El viaje se hacía primero en un Jeep, después había que caminar y pasar dos ríos: uno en canoa y el otro caminando porque la corriente no permitía el paso de la canoa. Una vez que habían llegado, se instalaban en hamacas dentro de las cuevas y procedían a buscar oro. El pago estimado por un gramo era de 50.000 bolívares. También se encontraban diamantes pero nadie les daba valor, así que el caraqueño se los llevaba a Caracas y le hacía collares y pulseras a su hija y a su mujer.
Por si usted no lo conoce, este es el Salto Ángel. En algún lugar cerca de esta caída trabajaban los chicos en las minas ilegales de oro. Imagen tomada de internet.
Me pareció insólito tanto dinero. Claro, estos dos trabajaban poco más de dos meses buscando oro y se llevaban 300.000 bolívares a sus casas. No tendrían que trabajar por el resto del año. Lo único que les pesaba era que los químicos que usan para limpiar los granos era tan tóxicos que los envejecían rápidamente. Ninguno de los dos tenía ni veinte años, pero parecían mayores que yo. Me contaron mejor del pueblo: absolutamente todo tenía un precio multiplicado por diez con respecto al del resto del país, las empanadas sí costaban 500 bolívares, pero todo esto tenía un por qué. En Santa Elena de Uairén no había escasez como en las otras ciudades del país, había muy poca delincuencia y pocos habitantes también.
Al principio pensé que todo era más costoso porque se traía de contrabando, lo cual me parecía muy fuerte porque estamos hablando de todos los abastos y tiendas del pueblo. Tenía razón, pero había más todavía. No solo jugaba la procedencia de los productos, también era reflejo del negocio de quienes trabajaban en las minas, en el cual cada familia tenía un involucrado (o al menos en la mayoría de los casos); y si no manejaban buenas cantidades de dinero por ninguna de las dos, jugaban la carta del cambio de moneda. Los reales de Brasil, al lado del devaluado bolívar, significaban una montaña de plata. La ciudad sin reglas, pues. El pueblo, mejor dicho, en el que no faltaba nada y todo era relativamente perfecto, pero la mayor parte de sus habitantes (por no decir todos) viven del comercio ilegal. Yo escuchaba con la quijada en las rodillas, sentado frente a ellos sin poder creerles.
"Yo sé que parece tremendo negocio, pero esto no es para cualquiera", continuaron contándome, con su jerga de malandros. "El esposo de una prima quiso venirse con nosotros a trabajar a la mina. Le advertimos que era una cosa de hombres, que tenía que ponerse los pantalones. Se veía machito, así que nos lo trajimos tranquilos. Cuando llegamos al río le pregunté si sabía nadar porque no es fácil cruzar ese río por las corrientes que son bien coño e' madres. Ese marico me dijo que sí y después fue, se ahogó y se murió en esa mierda". Todo dicho en un tono de media burla, como si se tratara de un acontecimiento común como quedarse dormido en las mañanas. Solo que sin despertar nunca más, obviamente.
Me quedé petrificado con lo que siguió la historia: "De paso cuando fuimos a sacarlo pa' llevárnoslo pues, pa' entregárselo a la mujer, no lo pudimos encontrar" (Y se reía); "Pasamos dos días buscando como unos pajúos al tipo en el río hasta con una lanza y no dimos con él. En eso, iba pasando un indio de estos que viven por la zona y nos preguntó que era lo que buscábamos tanto. Cuando le contamos nos aseguró que lo encontraba rapidito. Agarró, encendió una vela en un plato y la puso a flotar en el río. Muerto llama a muerto, decía. La vela se movió por todo el río agitada por la corriente pero sin apagarse hasta que se quedó firme en un solo lugar. Y ahí estaba nuestro amigo. Yo con eso no me juego, mi pana, esas vainas (cosas) no son mentira".
Todavía me pregunto cuál habrá sido mi cara cuando me contaron eso. En el momento me pareció fuertísimo, pero de verdad no sé si mi cara fue tan expresiva como la que haría una semana después en una ciudad de Brasil. Después de esa conversación tan... reveladora, me fui otra vez con Federico, que se había despertado y me miraba con cara de sospecha. Pasó el resto de la noche, dormí un poco y no me acerqué más a mis amigos mineros. En uno de esos ratos el valenciano se acercó y me regaló un jugo de manzana. "Gracias", le dije. Le ofrecí uno de mis panes a cambio. Él me hizo un gesto de amistad con el dedo.
Al día siguiente me puse mi mejor ropa de mochilero: bermudas verdes, una franela blanca sin mangas que saqué con mi promoción de la universidad, mi único par de zapatos color mostaza (destruidos de tanto uso) y medias cortas. Me puse lentes de sol y amarré una chaqueta de jean a mi cintura, no solo porque completaba el look, sino porque no me cabía en el equipaje. Nos fuimos a las ocho de la mañana a buscar un cajero para sacar el efectivo que nos faltaba. Con lo que no contábamos era con que no podríamos sacarlo todo, para variar (otra vez). Así que nos tocó buscar un negocio donde raspar las tarjetas, pero en bolívares, claro está. Que ironía ¿no? Para mayor colmo, era sábado, y todos los negocios abrían más tarde.
Aquí se aprecia un poco mi pinta de mochilero. Yo estaba totalmente metido en el personaje de aventurero, según mi perspectiva. Esta foto la publiqué en Instagram uno o dos días después desde un hotel en el que me quedé y tenía wifi.
Caminamos por el centro con el montón de maletas (yo, porque Federico se llevó apenas un morral un poco más grande que el mío con tan pocas cosas, que uno creería que llevaba solo agua), en pleno sol, y pendientes de los grupos de tres o cuatro jóvenes con pinta de hampa seria que pasaban y nos observaban curiosos. Viendo mi cara de nervios, Federico se acercó y me habló en voz baja pero con firmeza. “Tienes que dejar de actuar como una princesa Disney”. Yo lo miré refutando. Su punto era que, si no quería que nos robaran, tenía que poner, digamos, más cara de malandro. Le reclamé que no era ninguna princesa, pero, ahora que lo pienso, de verdad me veía bastante robable, y hasta torpe a su lado. ¿A quién engaño? Al lado de cualquiera soy una princesa; no por nada me agarró el señor que me alquilaba la habitación en Caracas cantando temas de "Blancanieves" y "La Cenicienta" mientras lavaba ropa. Mantuve silencio e hice caso. Lo intenté. Arrugué la cara.
En una de las aceras del centro, un grupo de evangélicos que vendían sopa “en el nombre del señor” nos dejaron hacerles compañía para no estar solos. No viene al caso, pero no se me olvida como vendían la sopa: “Sopa. A tomar sopa y recibir la bendición del señor se ha dicho. La sopa. Lleve la sopa en el nombre de cristo. Lleve la bendición de dios a su estómago”. Me sentí mala gente porque me regalaron un plato de sopa, pero no pude evitar cagarme de la risa apenas nos fuimos.
Aproximadamente a las diez de la mañana encontramos un local donde raspar las tarjetas. Nos dieron todo en billetes de 20. No le prestamos mucha atención a eso porque ya los íbamos a cambiar. Y de ahí tomamos los carros por puesto que salen desde una de las plazas del centro y llegamos hasta la frontera. Sellamos los pasaportes con la salida y vimos que había que caminar unos cuatro kilómetros bajo el terrible sol que estaba haciendo hasta el punto de control de Brasil. Suspiré, agarré mi maleta de rueditas y mis dos bolsos y empezamos a caminar. “Esa maleta no llega a buenos aires”, me decía el idiota de Federico, mientras caminábamos bajo el sol; yo no le hacía caso, pero tenía miedo de que tuviera razón.
Este exactamente el punto medio entre una estación y otra, separadas por unos cinco o seis kilómetros. Aquí tengo mi maleta y mi bolso negro, el morral morado estaba a un lado. Y esa cantimplora es de Federico, pero quería completar la imagen.
A mitad de camino había vendedores ambulantes que cambiaban las monedas. Lo que no sabíamos es que no les gusta tomar billetes de baja denominación, y eso les baja el valor. Los bolívares que teníamos fueron unos cincuenta reales cuando mucho. Seguimos caminando hasta la entrada. Ahí solté un poco de lo que me dejó el llano y le grité a Federico, pronunciando las eses como jotas “bueno, como dicen en Barinas: a ponerse las alpargatas, ¡que lo que viene es joropo trancao’!”. A todas estas, no sé si lo dicen, pero me salió natural.
Esta es una banda venezolana que me encanta. No sólo porque los conozco, sino porque en serio hacen música muy sabrosa y de calidad. En el viaje iba pegado escuchando sus temas promocionales. Este en particular hace una crítica (o al menos así lo interpreto yo) a lo que está pasando en el país. Me pareció perfecto para describir lo que vi en Santa Elena de Uairén: "El que no tenga peñero en esta vaina se va a ahogar". Y sí que habían varios peñeros en el pueblito.